PROFESORA DE ESPAÑOL

El hombre que nunca se rinde  

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Premio Nobel, escritor deslumbrante y prolífico, articulista imprevisible y valiente, Mario Vargas Llosa posee una de las voces más influyentes y relevantes de la literatura, pero también del pensamiento político. Este es nuestro primer y excepcional Personaje del Año Vanity Fair.

Por Lourdes Garzón
Octubre 2011
Imagen del articulo
© Gonzalo Machado
Le digo a Mario Vargas Llosa que es uno de los escasísimos escritores que me deslumbró en la adolescencia y me sigue acompañando desde entonces. Solo los muy grandes son capaces de conmoverte y apasionarte, libro tras libro, historia tras historia, artículo tras artículo, con el dolor de La ciudad y los perros, el humor de Pantaleón y las visitadoras, el erotismo de La niña mala o la fascinante recreación de La fiesta del Chivo.
Vargas Llosa es un autor disciplinado que escribe mucho y concienzudamente, que construye con armazones complicados, con recovecos, con detalles milimétricos. Que dispara elaboradas y preciosas balas de plata sin perder la fuerza de un cañonazo en la boca del estómago.

Me pregunto por qué sigo leyéndole a lo largo de los años, estando muchas veces de acuerdo con sus tesis o sus puntos de vista y otras muchas en desacuerdo, y creo que es por algo que va mucho más allá de un estilo prodigioso que te hace reír a carcajadas y dos líneas después te encoge el corazón. Vargas Llosa tiene el don, rarísimo y precioso, de resultar un escritor imprevisible. Con ideología pero a salvo del lugar común. Con opinión pero sin prejuicio. De exquisita educación pero alejado de aburridas correcciones. Capaz de poner en pie historias que poco tienen que ver entre sí, aparte del talento apabullante de su autor. Capaz, en fin, de sorprender.

En realidad, creo, no es un hombre convencional. No lo han sido nunca ni sus novelas ni su vida, aunque le visualicemos recogiendo el Premio Nobel en una imagen que parece la representación del éxito perfecto y de la familia perfecta. Se lo digo y da un respingo con su impecable camisa azul.
“¿Qué entiende por poco convencional?”. “Que nunca ha tomado decisiones preguntándose qué se esperaba de usted”. “¡Ah, eso sí! Las formas son importantísimas, pero uno tiene que ser libre”. Supongo que lo ha sido, y mucho, porque fue capaz de apuntalar una vocación a fuerza de llevar la contraria, de no claudicar, de no rendirse.

A los diez años descubrió que su padre no estaba muerto, sino que su familia materna había preferido contarle que era huérfano a admitir un divorcio. Y entonces apareció en su vida un padre desconocido y autoritario convencido de que la vocación literaria lleva solo al más estrepitoso de los fracasos vitales y contra el que se convirtió en escritor. No me atrevo a preguntarle si pensó en él en Estocolmo. Vargas Llosa lleva cuarenta y cinco años casado con Patricia, su prima y su segunda mujer, y ahí está La tía Julia y el escribidor para recrear su primera y entonces escandalosa historia de amor. Así que tampoco en esas cuestiones ha sido cobarde.

Vargas Llosa me recibió optimista y relajado en su casa del centro de Madrid, un antiguo convento rehabilitado, en plena cascada de desastres económicos. Hablamos sobre el erotismo, que es el tema del ensayo sobre el que trabaja, y sobre el sentido del humor, dos cuestiones “necesarias y compatibles”. Le recordé que cuando Vanity Fair todavía no existía en España y estábamos trabajando aún en el primer número, tuvo la generosidad de concedernos una entrevista. Utilizamos una de sus respuestas como frase de portada porque nos animaba y nos inspiraba en pleno esfuerzo. “¿Ah, sí? ¿Qué frase?”.

—El talento nace de la perseverancia.

—En mi caso, sin perseverancia no habría llegado el talento. Siempre tuve una pasión enorme por la literatura pero siempre me costó escribir, nunca fue algo que me llegara con facilidad, con naturalidad. Quizá la poesía permita más espontaneidad, pero en la novela uno tiene que trabajar, que construir, sobre todo en historias con muchos personajes. Hay que planificar, ser muy riguroso, insistir y corregir, corregir mucho.

—Es una frase que habla no solo de su disciplina sino también de su falta de vanidad. Algo muy raro en los escritores.

—Sí, y en los artistas y generalmente en los seres humanos. Resultaría ridículo ser vanidoso en el mundo de Cervantes, de Shakespeare, de Faulkner... Uno tiene que darse cuenta de que es una pequeña figura en un universo con toda clase de gigantes y superhéroes.

—Recibió el Premio Nobel de Literatura hace ahora un año con una mención en la que la Academia destacaba “su retrato de la resistencia, de la derrota y de la rebelión del individuo”. Vivimos tiempos duros en los que estas cuestiones resultan muy pertinentes.

—Vivimos en un mundo de maravillosos avances y conquistas. Mi generación, por ejemplo, ha visto llegar el hombre a la luna, ha visto desaparecer la Unión Soviética o la asombrosa transformación de la sociedad española. Los jóvenes no pueden hacerse idea de cómo era este país hace cincuenta años... Es cierto que, al mismo tiempo, vivimos en un mundo tan cargado de armas que pueden hacerlo desaparecer, rodeados de incertidumbre, entre crisis económicas, sociales y morales. Es una época de enorme inseguridad y de riesgos gigantescos, pero seguro que no vamos a aburrirnos.

—Le vimos rodeado de toda su familia en Estocolmo. Da la impresión de tener una magnífica relación con sus hijos.

—Sí, siempre he intentado ser muy cuidadoso con ellos. Precisamente por la mala relación que tuve yo con mi padre.

—Contaba en sus memorias que en parte es escritor por la oposición de su padre.

—Mi padre consideraba la literatura un pasaporte al fracaso así que escribir era una forma de rebeldía. Fue una relación muy traumática. Fui criado por la familia de mi madre. Me mimaron mucho pero hasta los diez años me hicieron creer que mi padre estaba muerto. Eran muy católicos y les daba mucha vergüenza la idea de un divorcio. Era otra época, claro. Y de pronto, mi padre volvió con mi madre, le conocí y empecé a vivir con un señor tan autoritario que me provocó un verdadero trauma. Ahora, con la distancia, creo que todo tuvo un lado positivo, hice de la literatura un refugio, me aferré a mi vocación literaria porque era una manera de resistir la personalidad tan aplastante de mi padre. Así que, sin querer, queriendo más bien lo contrario, ayudó mucho a mi vocación.

—¿Nunca se reconciliaron? ¿No encontraron la manera de acercarse?

—Nos veíamos muy poco. Yo vivía en Londres y ellos en Estados Unidos. Mi madre venía a visitarme y siempre tuvimos una relación maravillosa. Mi padre y yo teníamos una coexistencia formal, pero nunca hubo un acercamiento profundo... No, no, jamás. Era muy difícil, había sido una experiencia muy traumática.

Su hijo Álvaro presume de haber tenido un padre muy cercano que le llevaba al fútbol, y usted ha publicado reportajes con su hija Morgana, que es fotógrafa.

—Sí, es cierto. Hicimos una serie de reportajes juntos en Palestina, y después en Israel. Siempre tuve claro que quería que mis hijos aprendieran dos cosas que han sido muy importantes para mí. La primera, la afición a la literatura, así que desarrollé un plan muy cuidadoso para convencerlos de la enorme riqueza que significa una buena lectura. Y creo que sí, que ha resultado. Y otra, que trataran de descubrir pronto cuál era su vocación y no se apartaran de ella. Yo creo que la razón más extendida que he visto de infelicidad es la de quienes hacen cosas que no les gustan y que les impiden dedicarse a lo que realmente querrían.

—Como le decía, tengo la sensación de que en el fondo es usted una persona muy poco convencional. No lo son ni su literatura ni sus decisiones vitales.

—Bueno, respeto las formas, creo que es importante. Pero sí, hay que ser valiente, huir de lo artificial, de lo postizo. Muchas veces, cosas en las que crees firmemente terminan siendo farsas, así que no hay que forzar la realidad, eso termina provocando mucha violencia. Es mejor no tener totalmente construida la ideología ni las convicciones, aceptar la posibilidad del error.

—¿Cuáles cree que han sido sus grandes errores?

—Los políticos. Viví la ilusión del marxismo, de la revolución frente a un mundo que estaba marcado por las dictaduras, la corrupción y una violencia social enorme. Los primeros años de la Cuba revolucionaria me ilusionaron mucho, como a tantos latinoamericanos. Y después, poco a poco, fuimos descubriendo que no tenía nada que ver esa Cuba ideal con la Cuba real. Fueron años de muchos desgarramientos políticos, ideológicos... Pero, ¿quién no comete errores?

This entry was posted on domingo, septiembre 25, 2011 and is filed under . You can leave a response and follow any responses to this entry through the Suscribirse a: Enviar comentarios (Atom) .

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